domingo, 12 de septiembre de 2010

Viernes

Viernes. Temprano. Apurada para no perder la costumbre. Sin embargo, al pasar por el lavadero, mi paso disminuye porque disfruto el aroma de la ropa recién limpia y el sonido de las máquinas funcionando. Cierro los ojos y respiro con fuerza para llevarme un poco de ese aroma, que poco tendrá que ver con el mix de olores del colectivo. Ahí lo vi. Debo reconocer que no era la primera vez que me lo cruzaba en el barrio. Continué mi paso acelerado para el ciento ochenta y cuatro no se me fuera. A la semana siguiente, lo volví a ver apoyado en el auto y esperando en la puerta del lavadero. Su bolsa estaba vacía e imagino que esperaba a que le entregaran la ropa con el perfume que tanto me gusta.
Quién diría que todos somos esclavos de la rutina. Como el sábado es mi día de limpieza general, él tiene los viernes como el día de la ropa. La verdad que no sé cómo serán los demás días, pero los viernes doy fe que aguarda a que se realice el lavado y recoge su bolsa con sus pertenencias.Reconozco que en la semana a veces lo veo pasar desde el colectivo, con su barba, sus rastas recogidas y el poncho marrón. Su caminar es lento y arrastra los pies con zapatillas que le quedan grandes y poseen un tono gris de tanto uso. En su mano derecha lleva una bolsa blanca, con letras azuladas de un supermercado de la zona y en su mano izquierda aprieta un pañuelo cuadrillé. Por la tarde lo veo caminar por la avenida Cabildo. No puedo decir a ciencia cierta donde se aloja. Quizás prefiere mantenerse cerca del lavadero. No, nunca lo vi ahí. Se me ocurren muchos recovecos del barrio, pero no lo encuentro.
Me invaden las preguntas, sin poder encontrar una respuesta que me tranquilice. En las semanas de la ola de frío polar lo pienso. Los viernes tengo ganas de hablarle pero no me animo. ¿Cómo será su voz? Cuando nuestras miradas se cruzan siento que somos conocidos, pero luego recuerdo que nunca cruzamos una palabra.

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