miércoles, 23 de junio de 2010

Pan, manteca y azúcar


Sus ojitos me miraban y no comprendían lo que hacía. Entre mate y mate descansaban en mis manos. Se iba a jugar con los demás chicos pero a lo lejos pispeaba lo que pasaba en la mesa de los grandes. Continué cebando mate mientras me arreglaba con lo que había para merendar: pan, manteca y azúcar. Hacía años que no combinaba estos ingredientes que me pertenecían, que hablaban de mi niñez.
Los sábados a la tarde mientras mi familia dormía la siesta, mi papá nos llevaba a la casa de mi abuela. Cinco cuadras en auto que disfrutábamos con mi hermana. Mi abuela nos recibía en bata con la pava en el fuego y el pan del día anterior. Lo cortaba, le ponía manteca y le tiraba una lluvia de azúcar. Mientras el mate pequeño y de metal pasaba delante de mis ojos mi viejo aprovechaba para lavar el auto. Este era el ritual de los sábados. Algo tan simple e irrepetible porque nunca más pan, manteca y azúcar tuvieron el mismo sabor en mi boca. Cierro los ojos e intento recordarlo.
Una mano cálida y pequeña me tocaba la espalda y exaltada abrí los ojos. Era ella que me miraba de lejos. Me pidió un mate y observando de reojo se lo cebé por la mitad para que no se volcara. Lo tomó, subió sus ojos color miel y los bajó para continuar con el mate. Le ofrecí pan y manteca y aceptó sin dudarlo. Seguro que tenía hambre de tanto jugar. Con el pan en su mano buscó mi mirada y luego posó sus ojos en la azucarera.

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